El proceso de escribir me recuerda los preparativos para una fiesta. No sabes a cuánta gente invitar, ni qué menú escoger, ni qué mantel poner... Ensucias ollas, platos, vasos, cucharas y cazos. Derramas aceite, lo pisoteas, resbalas, vas por los suelos, sueltas cuatro palabrotas, maldices el día en que se te ocurrió la feliz idea de complicarte la existencia. Finalmente, llegan los invitados y todo está limpio y reluciente, como si nada hubiera pasado. Los amigos te felicitan por el banquete y tú sueltas una de esas frases matadoras: "Nada..., total media hora... ¡todo lo ha hecho el horno!"

(Casáñez, 1995: 114)
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